Dos historias de fantasmas.


El descabezado de San Ginés.



Hace muchos, muchos años, concretamente en 1353, reinando en Castilla Pedro I “el Cruel”, sucedieron unos hechos terroríficos en la Iglesia de San Ginés, una de las iglesias más antiguas de Madrid. Cuenta la leyenda que unos amigos de lo ajeno se adentraron en el recinto sagrado con objeto de apoderarse de cuanto de valor allí encontraran: joyas, cálices, ornamentos, etc. Cegados por su avaricia, no se percataron en un principio de la presencia de un anciano que se encontraba orando justo en ese momento, pero tras darse cuenta de que se trataba de un posible testigo capaz de identificarlos ante la justicia en caso de ser apresados, los malhechores, sin contemplación ni miramiento alguno, decapitaron al anciano con tal brutalidad que la cabeza quedo prácticamente separada del cuerpo, dejando un reguero de sangre que daba testimonio de aquel terrible suceso que conmocionó a toda la ciudad.


A partir de ese momento, y para terror de los vecinos de la zona, una sombra sin cabeza se presentaba día tras día en San Ginés reclamando justicia. Estas continuas apariciones espectrales llenaron de intranquilidad el barrio, hasta que finalmente cesaron cuando los ladrones fueron identificados, prendidos y condenados a muerte por orden del rey, siendo arrojados al cercano barranco del arroyo del Arenal. Hay quien asegura que  esta macabra historia no termino aquí, ya que en  San Ginés se han seguido oyendo ruidos extraños en el interior de la iglesia, a pesar de que ésta se cierra a cal y canto por la noche.

Catalina, la panderetera de la calle de Segovia.



También en el Madrid de los Austrias, pero esta vez en la calle de Segovia, nos cuenta la leyenda que hace ya muchos años vivió Catalina González, una mujer de extraordinarias belleza y simpatía. La joven solía asomarse a la ventana de su vivienda tocando una pandereta mientras disfrutaba mirando lo que en la calle sucedía y  a todos  los que por allí pasaban. Como era de esperar, los hombre al pasar se quedaban embobados disfrutando de los encantos de Catalina, lo que inevitablemente despertaba los celos, cuando no la furia, entre las esposas y novias, que acusaban a sus parejas de “pandereteros”, palabra que acabó siendo sinónimo de infidelidad, llegándose a afirmar que en una ocasión incluso llegaron a intentar quemar la humilde morada de Catalina.


Hasta que un aciago día, no se sabe si por causa natural o provocada, la hermosa panderetera apareció muerta. Lo que para muchos fue una lamentable pérdida fue motivo de celebración para otras. Y sucedió que poco después, el espectro de Catalina volvió a asomarse a su ventana, cautivando de nuevo a cuantos hombres pasaban por el vecindario. La casa de Catalina la panderetera en la calle de Segovia nunca volvió a ser habitada.


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